Algunos contactos históricos entre Budismo e Islam

May 9, 2019 | Espiritualidad

Según algunos hermeneutas tradicionales, el Buda aparece mencionado en el Corán. Con independencia de que esta aseveración nos resulte más o menos inverosímil y teniendo el cuenta que el Corán nos brinda la cifra de 144.000 profetas que han recibido y difundido el mensaje divino en diferentes épocas y lugares, no sería tan raro que el Buda se contase entre ellos. El académico de mediados del siglo xx, Hamid Abdul Qadir, en un libro titulado Buda el grande: su vida y filosofía (en árabe: Buddha al-Akbar Hayatoh wa Falsaftoh), indica que el profeta Dhu’l-Kifl, que significa «el de Kifl», al que se alude dos veces en el Corán (21:85; 38:48), se refiere, en realidad, a la figura del Buda Shakyamuni.

Abdul Qadir explica que «Kifl» es la forma arábiga de Kapila, una abreviatura referida a Kapilavastu, el lugar de nacimiento del Buda histórico. También propone que la mención que se hace en el Corán de la higuera en la azora del mismo nombre (95:1-5) se refiere igualmente al Buda, debido a que obtuvo la iluminación al pie de uno de estos árboles. Algunos eruditos aceptan esta teoría y apoyan este planteamiento, añadiendo que, en el siglo xi, el historiador persa al-Biruni se refiere al Buda como un profeta.

Sea como fuere, no han sido pocos los contactos históricos entre islam y budismo. Las primeras relaciones entre poblaciones budistas y musulmanas se produjeron en el lo que, hoy en día, es Afganistán, Irán  y algunas republicas exsoviéticas de Asia Central, cuando a mediados del siglo vii d.C. la región pasó a estar bajo el dominio del califato omeya. El persa Omar ibn al-Azraq al-Kermani es, según las crónicas, el primer autor musulmán en interesarse por el budismo. A principios del siglo viii d.C. escribió una descripción detallada del monasterio budista de Nava Vihara, situado en Balj (Afganistán). La ciudad de Balj –probablemente la ciudad más antigua de Afganistán– era considerada como uno de los más importantes centros en la zona de la religión budista. En ella nacerían posteriormente figuras tan importantes para el islam como Avicena o Rumi.

  El siguiente contacto a nivel doctrinal entre budistas y musulmanes tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo viii d.C., cuando algunos de los primeros gobernantes abasíes –como el califa Harun al-Rashid (786-809) y su ministro y tutor Yahya ibn Barmak –por cierto, nieto de un monje budista, cuya familia también procedía de la zona de Balj– invitaron a sabios budistas procedentes de la India y del mencionado monasterio afgano de Nava Vihara a la Casa de la Sabiduría de Bagdad, donde recibieron el encargo de ayudar a traducir del sánscrito al árabe diversos textos sobre medicina, astronomía y otros temas. Entre dichas traducciones, destaca una biografía del Buda, el Lalitavistara, cuya primera versión árabe fue recopilada por Aban al-Lahiki (750-815 d.C.) con el título de Kitab Bilawhar wa Budasf, la cual llegó a ser conocida en las fuentes medievales cristianas como Barlaam y Josafat. A través de fuentes bizantinas la obra fue traducida al latín, y posteriormente a otras lenguas romances como el castellano o el catalán. Tras sufrir una serie de transformaciones, la obra adoptó la forma de un relato hagiográfico cristiano, hasta el punto de incluir a Barlaam y Josafat en el santoral romano (27 de noviembre); o sea, que en esa fecha y sin que seamos conscientes de ello, celebramos la festividad del Buda.

Dicho muy sucintamente, Josafat (nombre que es una deformación del término sánscrito bodhisattva) es hijo de un rey de la India; los astrólogos predicen que reinará sobre un reino mayor, que es el de la Gloria; el rey lo encierra en un palacio, pero Josafat descubre la infortunada condición de los hombres al contemplar a un ciego, un leproso y un moribundo, siendo convertido, finalmente, a la fe cristiana por el ermitaño Barlaam. La historia de la vida de Siddharta se ve así cristianizada y convertida en biografía sagrada dentro del cristianismo.

Más allá de esta marginal pero sustanciosa anécdota, y en otro orden de cosas, algunos estudiosos sostienen que espiritualmente hablando el islam se benefició del contacto con tradiciones contemplativas orientales como el budismo, lo que permitió dar a luz y perfeccionar la disciplina espiritual conocida en Occidente como sufismo. La cultura india pasó a Persia y en este lugar echó raíces durante muchos siglos antes de que fuera conquistado por el islam. Según el estudioso Miguel Cruz Hernández, la hipótesis de la influencia budista en el sufismo está justificada por varios motivos: la existencia de diferentes monasterios budistas en distintas zonas de Asía Central y Afganistán en las que arraigó el islam; la conversión al islam de importantes figuras budistas como, por ejemplo, el último superior del monasterio de Balj, antepasado de la famosa familia Barmakí, de cuya estirpe procedía, como ya hemos señalado,  el primer ministro del califa que fundó la Casa de la Sabiduría en Bagdad; y la procedencia budista –y también mazdea– de los primeros espirituales islámicos orientales. Por su parte, Abu Yazid al-Bistami, un gran sufí de ascendencia zoroastriana, también conocido como el «sultán de los gnósticos», afirmaba haber aprendido de Abu Alí al-Sindi el método indio conocido con el nombre de «control de la respiración».

Cierto jerarca del budismo tibetano, llamado Gyaltsab Rimpoché, narra la anécdota de un antiguo maestro budista cuya biografía recoge, en un tratado de historia, un erudito tibetano de principios del siglo xx llamado Gendun Chopel. Aquel antiguo maestro y yogui (Gyaltsab Rimpoché nunca ha proporcionado su nombre) viajó por Afganistán y parte de lo que ahora es Irán, y después de algún tiempo comenzó a impartir enseñanzas. Según Rimpoché, este maestro intercambiaba términos filosóficos budistas como dharmakaya y «naturaleza de la mente» con el de Al-lah cuando enseñaba en un contexto islámico como recurso para atraer a su audiencia. La sensibilidad y la profundidad de sus enseñanzas fueron finalmente reconocidas por un maestro sufi, quien llegó a nombrar a este budista como su sucesor. Al fallecer el anciano maestro sufí, el yogui budista se hizo cargo de la enseñanza de la congregación sufi y, cuando él a su vez falleció, fue finalmente reconocido como un gran santo musulmán. Parece que el apego al Dharma budista o a la doctrina islámica no era un problema para este gran maestro, cuyo nombre desafortunadamente ha caído en el olvido; el juego de las apariencias era para él un medio que le permitía transmitir las enseñanzas más allá de cualquier referencia cultural particular.

A pesar de todos estos indicios, personalmente me inclino a pensar que, en lo esencial, el sufismo es una disciplina puramente islámica, siendo el Profeta y sus compañeros los que proporcionan el prototipo o modelo espiritual dentro de esta tradición, sin que esto signifique que en determinados detalles –como, por ejemplo, el uso del rosario de cien cuentas o el control respiratorio (aunque esta práctica también se encuentra en el cristianismo ortodoxo oriental)– haya podido recibir un influjo específico. Algunos de los grandes compañeros del profeta Muhammad son considerados precursores directos de los ascetas de los primeros siglos de la Hégira. El mismo Muhammad practicó el ascetismo antes de recibir la Revelación, retirándose en la cueva de Hirá para meditar durante periodos prolongados de tiempo, todo lo cual nos lleva a concluir que las raíces ascético-místicas del sufismo son bien profundas y no se deben, esencialmente, a ninguna influencia foránea.

En un próximo escrito nos ocuparemos, sin tratar de establecer ascendencia alguna de un sistema sobre el otro, algunas posibles similitudes doctrinales entre budismo y sufismo.

Fernando Mora

Estudió filosofía y es traductor y escritor. Desde hace décadas se ha interesado por distintas tradiciones y tecnologías espirituales como el yoga y el budismo. En los últimos años se ha dedicado al estudio del islam y, en especial, de su vertiente mística, el sufismo. Es autor del libro Las enseñanzas de Padmasambhava y el budismo tibetano (Kairós, 1998) e Ibn Arabí: Vida y enseñanzas del gran místico andalusí (Kairós, 2011).

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